La degradación como síntesis de la violencia estructural – Candela Gómez Diez
Su nombre era David Moreira. Tenía 18 años. Quizá muchos lo olvidaron, pero ese pibe fue, a fines de marzo, tapa de diarios y estuvo en boca de numerosos periodistas, comunicólogos, panelistas, foristas y opinólogos,durante varios días. David fue víctima de lo que luego fue reconocido por los mass-media como “linchamiento”, o como un intento de “ajusticiamiento popular”por mano propia. Según lo trascendido, Moreira iba en una moto con otro joven,y le habría robado una cartera a una mujer que llevaba una nena en brazos.Rápidamente, los vecinos que vieron lo sucedido reaccionaron y, luego de detener la moto, golpearon salvajemente a Moreira. Se supo que fueron aproximadamente 50 personas las que golpearon reiteradas veces al joven, que quedó inconsciente y murió días después en un hospital. El hecho ocurrió en elbarrio Azcuénaga, de Rosario, y más tarde se replicó en otros lugares, lo que dio lugar a una serie de coberturas periodísticas que volvieron a poner sobre el tapete el “flagelo” de la violencia.
Así, los llamados “linchamientos” fueron el eje de un debate encendido, y ocuparon un espacio y un tiempo destacado, aunque fugaz,en el tendal de noticias que se producen a diario sobre la inseguridad, en los medios gráficos, televisivos y radiales. Todos los días se sabe de algún robo amano armada, que termina en un crimen “doloso”, o de una pelea fatal entre estudiantes,de un crimen por violencia de género, o de un conflicto entre automovilistas que también termina en tragedia. Claro está que cada caso de violencia encuentra su porqué en múltiples motivos y debe analizarse de forma particular.Pero también es claro que la visibilización y la existencia de la violencia como fenómeno social generalizado está adquiriendo una magnitud insoslayable.
La llamada “inseguridad” es tema de debate diario,y como ocurrió con el caso de los “linchamientos”, la problemática por momentos se banaliza, y en el otro extremo se intelectualiza. Los programas televisivos,donde predomina la “lógica del panel”, abordan una seguidilla de temas de actualidad, y proponen un debate en el que se mezclan algunas voces aparentemente autorizadas con las voces de los periodistas de turno. El resultado: mucho ruido, y poco debate. Finalmente, podríamos pensar que estos debates fallidos son sólo un síntoma de lo que ocurre a gran escala.
En el terreno político, la situación adquiere similares dimensiones; la guerra de vanidades relega a un segundo plano la propuesta concreta de ideas y un programa específico que ponga en discusión de manera responsable el problema -tan sensible y complejo- de la violencia generalizada. Pero es aquí, donde la carencia de planificación encuentra su respuesta, porque son justamente los responsables de esa violencia aquellos a quienes se les piden soluciones. Se les exige el remedio, a quienes inoculan la enfermedad. Y esto es, además de peligroso, angustiante.
El caso del asesinato de David Moreira es paradigmático, puesto que desnuda la esencia de la matriz de una violencia permanente, invisible, pero no por ello menos eficaz: la violencia institucional-estructural. Millones de pibes hoy no tienen futuro, porque no tienen presente. A muchos de ellos, los medios los llaman, en un casi perverso juego de palabras, NI-NI, porque NI trabajan NI estudian. Muchos de esos pibes,junto con otros muchos adultos, no tienen garantizadas las necesidades básicas de alimentación, vivienda, trabajo, salud y educación. Muchos viven en condiciones de extrema precariedad; tantos otros, viven “en situación de calle”-otro eufemismo mediático-. Ellos sí que saben de “inseguridad”, puesto que NI se los contiene, NI se los incluye. Ellos sí que saben de violencia, porque para ellos ésta -lejos de ser un hecho azaroso o desgraciado-es la miseria dela vida misma.
David Moreira era uno de ellos. El, seguramente, sí sabía de violencia. Aunque el joven hubiese cometido el delito del que se lo acusaba (robar una cartera), nada justifica la golpiza a la que fue sometido hasta causarle la muerte. ¿Qué ocurre cuando una persona, inducida por el accionar de otras, es capaz de golpear en la cabeza a alguien, que yace en el piso, reiteradas veces, con la intención evidente de matarlo? ¿Dónde está el límite? ¿Se trata de barbarie o salvajismo? ¿Se trata de un “hombre, lobo del hombre”? ¿Se trata de un conflicto de carácter clasista o racial? ¿Se puede entablar, como se ha hecho, un paralelismo con el nazismo? En verdad, es mucho más complejo, y cualquier intento de explicación antropológica o psicoanalítica corre el riesgo de naufragar sino contempla la verdadera causa de la matriz dela violencia. Esa misma de la que fue presa David, y también aquellos vecinos enardecidos, fuera de sí.
La naturalización de esta violencia es otro de los males endémicos actuales. La degradación de los valores materiales e inmateriales es total, y atraviesa de arriba hacia abajo, y de forma transversal, a la sociedad. De la misma manera en que se dice “Ningún pibe nace chorro”, también puede decirse que nadie nace golpeador o asesino, ni se propone golpear a alguien hasta matarlo. La violencia es, como cualquier conducta social humana, una conducta aprendida, indisociable del contexto en el que surge. Y es precisamente este contexto el que descuida la mayoría de los formadores de opinión.
Desde hace años, desde los medios, la violencia ola inseguridad se reducen a una significación meramente delictiva, y a una problemática propia del género policial. A su vez, desde el Estado, se niega la violencia, y se la confunde con la etapa más oscura de nuestra historia.Ejemplo claro de esto es el mensaje reciente de la jefa de Estado, quien arremetió contra un informe publicado por la Iglesia que denuncia la existencia de una “Argentina enferma de violencia”, señalando que esta afirmación no tiene otra pretensión más que “reeditar viejos enfrentamientos”.
Así, para el Estado la violencia es cosa del pasado. Unos y otros, con miradas sesgadas, equivocan el análisis. Unos, con prédicas revanchistas que llaman a solucionar la problemática con más violencia. Otros, con prédicas evangélicas, que llaman a “vencer el odio”.
No obstante, la violencia crónica de la injusticia social -que no genera series noticiosas como generan los crímenes o las violaciones- existe, y nos interpela aquí y ahora. Claro que esta situación no justifica la gravedad de muchos delitos, pero sí los explica. Y aunque las condiciones estructurales o materiales, resultado de la violencia estructural sistemática, no necesariamente derivan en un determinado tipo de conductas-como suponía el materialismo ortodoxo-, sí constituyen el caldo de cultivo de múltiples expresiones violentas.
Recientemente, el pasado 24 de abril, el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec), emitió un comunicado donde justificó la ausencia de datos acerca de la pobreza y la indigencia en el país, a raíz de“severas carencias metodológicas”. Al parecer, la modificación de la metodología de elaboración del índice de precios al consumidor habría afectado el cálculo de los índices de pobreza e indigencia. La rigurosidad y la credibilidad de los índices del Instituto están en discusión desde hace años, y esta ausencia de datos se manifiesta en un contexto en el que el Estado se empeña en alterar u ocultar, de forma consciente, la información sobre la situación económica real.Es decir, estamos ante la presencia de un Estado que no sólo inocula la enfermedad, sino que también confunde u oculta (adrede) el diagnóstico.Mientras el Estado asegura, por el momento, no tener método (aunque tampoco marco teórico, y menos aún práctica), El Observatorio de la Deuda Social Argentina, de la Universidad Católica Argentina (UCA), reveló en su último informe de abril de 2014, que la pobreza en la Argentina alcanza al 27,5% de la población. En otras palabras, 10 millones de argentinos no tendrían las necesidades básicas satisfechas. Más lejos aún llega un informe del Instituto del Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP), coordinado por Claudio Lozano y Tomás Raffo, publicado en el mismo mes, que calculó que la pobreza llegaría ala cifra del 36,5% de la población, lo que significa un total de 15,4 millones de personas pobres.
El diagnóstico no es optimista, sino más bien todo lo contrario. La tergiversación u ocultamiento empecinado del estado de cosas por parte de la administración actual del Estado no es una acción ingenua ni casual. Suministrar datos reales dejaría, muy probablemente, la mistificación dela “década ganada” al descubierto.
El asesinato de David no es más que un ejemplo claro, entre cientos de miles, del proceso de degradación generado como producto de una situación de desigualdad social y económica a la que se aborda con paliativos, pero no con soluciones concretas y efectivas. Mientras que muchos se rasgan las vestiduras, o buscan aniquilar retóricamente al adversario en debates televisivos inconducentes, la degradación avanza y mata. Las soluciones no están, como muchos creen, en el endurecimiento de las penas, en la reforma inmediata del Código Penal, en los “linchamientos”, o en las diversas variantes de la “mano dura”, ni tampoco en la minimización, subestimación u ocultamiento de la problemática. La solución debe, en todo caso, sostenerse, en lo inmediato, en un plan de seguridad preventivo, pero fundamentalmente, y en el largo plazo, traducirse en una profunda intervención del Estado para generar una distribución equitativa de la riqueza, una mayor igualdad y una justicia social que alcance a todos. El día que se entienda que la desigualdad no es una “asignatura pendiente”, sino la verdadera violencia que hay que erradicar, recién ese día comenzaremos a trazar el camino de lo que alguna vez supimos ser.