«…Naides, más que naides, y menos que naides…»
“…Mi general Peñaloza, la pura verdad.
Padrecito de los pobres, no quiera la suerte, nos llegue a faltar.
Se lleva atrás de su poncho, la pura verdad.
Los riojanos corazones, no quiera la suerte, nos llegue a faltar.
Con nadita se ha quedado, lanza y poncho solamente,
porque todo lo que tiene, lo reparte con su gente.
Mi general Peñaloza, por su vida, ¡cuidesé¡,
los humildes de La Rioja, lo precisamos a usted…”
Ángel Vicente Peñaloza, el Chacho, nació en 1796 en Malanzán, un pueblo de la Costa Alta de la Sierra de los Llanos, en el sur de la actual provincia de La Rioja. Era el hijo primogénito y legítimo de Juan Esteban Peñaloza y Úrsula Rivero. Se casó en la Iglesia de Malanzán el 10 de julio de 1822 con Victoria Romero de Orihuela, con la que tuvo tres hijos: dos de ellos fallecidos al poco tiempo de nacer, y Ana María Peñaloza, quien no dejó descendencia. Además adoptaron a un huérfano, hijo de un familiar llamado Indalecio Peñaloza, que se casó luego con Eudosia Flores Vera.
Desde joven fue oficial de milicias, bajo el mando de Juan Facundo Quiroga. En 1826 combatió con el grado de capitán en la batalla de El Tala, en la que fue seriamente herido por el ejército unitario de Gregorio Aráoz de Lamadrid. Tras esta batalla fue ascendido a capitán de milicias.
Más tarde fue uno de los principales jefes de escolta de Juan Facundo Quiroga, en la Batalla de Rincón de Valladares, en La Tablada y en Oncativo. Después de esta derrota participó en la reconquista de La Rioja para el partido federal, y se destacó en la Batalla de La Ciudadela —definitiva derrota unitaria— en que capturó un cañón con su lazo y lo arrastró hasta sus filas. Por este hecho, Quiroga le otorgó el rango de teniente mayor. Desde 1854 fue comandante de armas de la provincia, y al año siguiente fue ascendido a General. Era muy prestigioso entre los gauchos humildes de La Rioja y las provincias vecinas, y se comportaba como uno más de ellos. En octubre de 1858 fue asesinado Nazario Benavídez por los partidarios del gobernador Gómez. El presidente ordenó una intervención federal a la provincia, ordenando a Peñaloza que la apoyara militarmente; no tuvo necesidad de combatir, pero ocupó con sus montoneras la ciudad de San Juan.
En enero de 1860 derrocó al gobernador Bustos, que se acercaba cada vez más a los unitarios de Buenos Aires, y nombró en su lugar al coronel Ramón Ángel. Poco después fue nombrado interventor federal de su provincia. Después de Pavón, en 1861, el interior del país quedó abierto a los unitarios. Hacia Cuyo salió el coronel Ignacio Rivas y hacia Catamarca el general Wenceslao Paunero, que enviaron varias expediciones contra La Rioja. Mientras tanto, Peñaloza se unió a la tropa de Celedonio Gutiérrez. Fueron derrotados por los unitarios. Regresó a La Rioja, perseguido por sus enemigos, que los derrotaron en varias batallas; los oficiales prisioneros eran fusilados, mientras muchos soldados eran torturados y degollados.
La represión fue increíblemente feroz, y eso mismo dio fuerzas a los federales para seguir luchando. El mismo Domingo Faustino Sarmiento aconsejaba: «…si Sandes mata gente, cállense la boca. Son animales bípedos de tan perversa condición que nos se que se obtenga con tratarlos mejor…» Pero ya estamos después de Pavón, cuando el Chacho levanta una vez más su enseña, cabalgando sin sombrero, ceñida la melena blanca con una vincha gaucha, y son cientos, y pronto miles los que lo rodean, paisanos con sus caballos de monta y de tiro, y una media tijera de esquilar atada a una caña como lanza.
De La Rioja a Catamarca, de Mendoza a San Luis, de Córdoba a San Juan, la montonera crece levantando voluntarios en marcha triunfal. En los Llanos, el caudillo es imbatible. Por eso, el gobierno nacional manda al sacerdote Eusebio Bedoya a ofrecerle la paz. El Chacho acepta complacidísimo y se fija La Banderita para el cambio solemne de las ratificaciones y de los prisioneros de guerra. El acude con sus tenientes y montonera en correcta formación. El ejército de línea, conducido por los jefes mitristas Rivas, Arredondo y Sandes -los dos últimos orientales-, rodean a Bedoya.
José Hernández, el autor del Martín Fierro, narra la entrega de los prisioneros nacionales tomados por el Chacho. «¿Ustedes dirán si los han tratado bien?», pregunta éste. «¡Viva el general Peñaloza!», fue la única y entusiasta respuesta. Luego el riojano se dirige a los jefes nacionales: «¿Y bien, dónde están los míos?… ¿Por qué no me responden?… ¡Qué! ¿Será cierto lo que se dice? ¿Será verdad que todos han sido fusilados?»… Los jefes militares de Mitre se mantenían en silencio, humillados; los prisioneros habían sido todos degollados sin piedad, como se persigue y se mata a las fieras de los bosques; las mujeres habían sido arrebatadas por los invasores… Al decir del joven periodista Hernández -testigo angustiado de las desdichas nacionales-, Bedoya y los propios jefes militares, conmovidos, sienten asco por haberse mezclado en la negociación. Pronto el Martín Fierro marcará a fuego la iniquidad mitrista:
¡Y después dicen que es malo el gaucho si los pelea! Tras sitiar la ciudad de San Luis con mas de 3000 Montoneros, luego de enfrentarse al fuego de metralla del unitariato, apenas armados con sus Montoneros a chuza y lanza, logró firmar un tratado de paz llamado Tratado de La Banderita a principios de 1862, en que se le ofrecían garantías. Cuando llegó la hora de cambiar prisioneros, se dice que Peñaloza entregó los suyos, pero no recibió ni uno: todos sus hombres habían sido fusilados. Los militares que debían hacer cumplir el tratado continuaron con la persecución a los aliados de Peñaloza, por lo que este volvió a alzarse en armas en marzo de 1863. Logró varios éxitos en San Luis, Córdoba, Catamarca y Mendoza, e incluso depuso al gobernador riojano. El gobernador Sarmiento, designado Director de la Guerra contra Peñaloza por el Ministro de Guerra Gelly y Obes, escribió al presidente: «…no economice sangre de gauchos, es lo ùnico que tienen de humano…» Mitre respondió: «…quiero hacer en La Rioja una guerra de policìa. Declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de partidarios polìticos, lo que hay que hacer es muy sencillo…» Quedaban fuera de la ley, y por consiguiente se los podía matar en cuanto se los capturaba.
Los oficiales del ejército nacional repitieron las masacres entre los vencidos. El 20 de mayo de 1863, las tropas del Chacho se enfrentaron en Lomas Blancas —en Los Llanos— con un contingente de 600 hombres de infantería y caballería de las fuerzas de Paunero, comandadas por Ambrosio Sandes, Pablo Irrazábal, Ignacio Segovia y Julio Campos. Peñaloza obtuvo una efímera victoria cuando el 10 de junio se produjo en Córdoba una revolución, encabezada por el partido federal —apodado «ruso»— y los liberales moderados, que depuso al gobernador Justiniano Posse; éste había sido impuesto el año anterior por la fuerza de las armas del ejército nacional comandado por Paunero. Convocado por los revolucionarios, el Chacho entró a la ciudad de Córdoba el 14 de junio. Mientras tanto, Paunero reunió un ejército de 3 000 hombres y marchó sobre él.
Queriendo evitar sufrimientos a la ciudad, Peñaloza salió a su encuentro en campo abierto, al frente de 2000 hombres. Fue derrotado el 28 de junio, en la Batalla de Las Playas sufriendo los montoneros 300 muertos, un número no precisado de heridos y 720 prisioneros. Los oficiales prisioneros fueron fusilados. El caudillo se refugió en los Llanos, de allí al norte, hacia la Cordillera de los Andes, y por el oeste de la provincia, nuevamente a los Llanos, donde reorganizó su montonera, reclutando 2 000 gauchos.De esa forma destruyó los caballos de sus enemigos y los desorientó por completo. Luego invadió la provincia de San Juan, donde estuvo a punto de tomar la capital. Pero el coronel Irrazábal lo derrotó en Los Gigantes.
El 12 de noviembre de 1863 el brigadier general Angel Vicente Peñaloza, a sus gallardos 70 años, está refugiado en la casona de su amigo Felipe Oros, en la pequeña población riojana de Olta, con media docena de hombres desarmados, a pocos días de su derrota en Caucete, San Juan, contra las tropas de línea del gobernador de la provincia y director de la guerra designado por el presidente Bartolomé Mitre: Domingo Faustino Sarmiento, que estaba desesperado entonces por saber dónde se escondía su peor enemigo. A principios de mes el capitán Roberto Vera sorprende a un par de docenas de seguidores de Peñaloza. «Acto continuo se les tomó declaración», dice el escueto parte de su superior, el mayor Pablo Irrazábal: seis murieron pero el séptimo habló. El chileno Irrazábal lo manda a Vera con 30 hombres al refugio del caudillo, donde lo encuentra desayunando con su hijo adoptivo y su mujer. El Chacho, el amable gaucho generoso y valiente defensor a ultranza de las libertades de los pueblos, sale a recibirlo con un mate en la mano y, entregando su facón -en cuya hoja rezaba la leyenda «el que desgraciado nace / entre los remedios muere»-, le dice al capitán: «estoy rendido». Vera lo conduce a uno de los cuartos y le pone centinela de vista. Y le comunica el suceso a Irrazábal. El mayor no tarda en aparecer. Entra al cuarto y pregunta de un grito: «¿quién es el bandido del Chacho?». Una voz calma, desbordante de buena fe, le contesta: «yo soy el general Peñaloza, pero no soy un bandido». Inmediatamente, y sin importarle la presencia del hijastro y de doña Victoria Romero de Peñaloza, el mayor Pablo Irrazábal toma una lanza de manos de un soldado y se la clava en el vientre al general. Después lo hizo acribillar a tiros. Y mandó cortarle la cabeza y exhibirla clavada en una pica en la plaza del pueblo de Olta.
Su cabeza fue cortada y clavada en la punta de un poste en la plaza de Olta. Una de sus orejas presidió por mucho las reuniones de la clase «civilizada» de San Juan. Su esposa, Victoria Romero, fue obligada a barrer la plaza mayor de la ciudad San Juan, atada con cadenas.
Sarmiento que deseaba como nadie su muerte, al conocer la noticia, escribió al presidente Mitre: «…No se que pensaran de la ejecución del Chacho, yo inspirado en los hombres pacíficos y honrados he aplaudido la medida precisamente por su forma, sin cortarle la cabeza al inveterado picaro, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses. Pocas semanas más tarde, el poeta José Hernández publicó en un periódico entrerriano su Vida del Chacho, un folleto en defensa del caudillo riojano, en que advertía a Urquiza que los mismos que habían asesinado a aquél buscaban la oportunidad para asesinar al ex presidente.
Poco después, el poeta Olegario Víctor Andrade escribía en su homenaje uno de sus poemas más bellos. A mediados del siglo XX, la provincia de La Rioja lo convertía oficialmente en un héroe.
En su facón, que se exhibe en el Museo de Historia de La Rioja, puede leerse la inscripción que definía su carácter: «Naides, más que naides, y menos que naides».
Tenemos un pasado glorioso. Dos siglos de lucha del Pueblo por la emancipación nacional y por la justicia social. El Chacho fue uno de los iniciadores de esta línea histórica. Y casi 150 años después de su muerte, sigue inspirando sueños, luchas y compromiso militante.
Homenaje de la Revista El Descamisado al Jefe Montonero Angel Vicente Peñaloza.
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